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La vida es un juego
-
Eh, Luis, ¿has probado la última
actualización del juego?, es increíble… Sí, sí y las nuevas armas, ¿has probado
la semiautomática?, creí que ya no se podía disparar más rápido, pero con esta
he matado a diez aliens con un solo cargador, ¡alucinante!
Juan siguió hablando del nuevo
juego casi veinte minutos más, compartió con su amigo los trucos más recientes
y se retaron: ganaría el que más puntos obtuviera durante las siguientes cuatro
horas. Y así pasó la tarde del sábado, inmerso en un mundo virtual, robando
coches, matando a cientos de soldados, viendo cómo las salpicaduras de sangre
digital manchaban la cámara.
Aún recordaba el primer juego que
tuvo: el tetris, la música rusa, las piezas de colores bajando cada vez más
deprisa. Mientras que sus hermanas jugaban en el patio, él se quedaba en casa,
colocando piezas. – Mamá – dijo un día – este es el mejor regalo que me han
hecho nunca. Su madre sonrió, no más jerséis, ni coches, ni la sorpesa al descubrir
que su hijo había abandonado el juguete recién comprado en lo más profundo del
armario para no volver a verlo más, había quedado claro que su padre era el
experto en regalos. Al poco tiempo comenzó a pensar si había sido una buena
idea al ver que su hijo sólo deseaba llegar a casa y ponerse delante de la maquinita. Al principio que fuera
portátil fue una ventaja, después de cenar estaban todos juntos en el salón, al
menos de forma corpórea, porque la mente de Juan seguía concentrada en colocar
las piezas en un lugar adecuado, dejando huecos y esperando la pieza más larga
para que al encajarla consiguiera una puntuación mayor. A la máquina del tetris, le siguieron otras, como la
Nintendo, en la que podía cambiar de juego cuando quisiera. Mario Bros, Streer
Fighter… prácticamente, pasó su adolescencia detrás de su madre convenciéndola
para que le comprara la nueva consola o el último juego. Ella se resistía lo
que podía, pero siempre por su cumpleaños volvía a ceder, siempre con la
promesa de que se moderaría en el juego y no se quejaría cuando le impusiera restricciones,
como jugar sólo ocho horas los fines
de semana. Juan siempre accedía pero cuando su madre apagaba la última luz de
la casa, después de quedarse unos minutos dormida en el salón a la luz del
televisor, él encendía la consola y jugaba durante horas, la única pega que
podía ponerle a aquello es que los juegos sin sonido eran mucho más aburridos.
Una vez que la moda de las consolas
pasó, llegó la de los ordenadores, y ahí fue cuando Juan encontró su vocación,
programó un sencillo juego en apenas una semana y al mes era el más popular
entre sus amigos. Así que cuando le contrataron en la empresa para ser
desarrollador de videojuegos, su madre pensó que era lo único a lo que su hijo
se había entregado en cuerpo y alma, al menos podría sacar algún beneficio de
esa obsesión.
La madre de Juan veía la rutina de
su hijo como un círculo del que nunca salía: iba a trabajar, después de ocho
horas delante de una pantalla, llegaba a casa. Comían en la mesa de la cocina
junto a un gran ventanal por el que entraba una luz muy agradable en invierno, este
era el lugar preferido de Juan después de su habitación, en la que se encerraba
tras comer, de nuevo frente a la pantalla del ordenador. El círculo se rompía
de vez en cuando y algunos sábados por la noche Juan iba al cine, de nuevo a
ponerse delante de una pantalla, gigante, pero una pantalla al fin y al cabo.
Su madre le daba un beso al despedirse y siempre le decía “Diviértete”.
Las horas libres de Juan se pasaban
entre su grupo de amigos virtuales con los que quedaba para jugar. El comando
mata-alienígena siempre estaba dispuesto a emprender una nueva misión, siempre
que nada la interrumpiera. Estaba formado por cuatro chicos: tres españoles y
un estadounidense que tenía un acento muy sureño. También entraban en chats, donde
conocían a chicas con las que tenía alguna conversación sexual, en que las
insinuaciones veladas y los coqueteos eran normales. Juan estaba colgado de una
de ellas, pero nunca lo hubiera confesado, ni siquiera a la patrulla de
mata-alienígenas. Sin embargo, su madre intentaba con escaso éxito presentarle
a las hijas de sus compañeros de trabajo, apuntarle a algún curso interesante
alejado del ordenador o convencerle para que saliera de la habitación cuando
sus hermanas venían de visita.
Juan solo tenía un verdadero amigo,
al que le contaba todo y con el que hablaba habitualmente se llamaba Li, era taiwanés y era su proveedor oficial de materias primas virtuales.
Li trabajaba doce horas al día recogiendo leña, oro del río o fruta de los
árboles en el mismo juego en el que Juan mataba alienígenas. Li hacía el
trabajo sucio, conseguía materias primas en el mundo virtual que luego canjeaba
por dinero real vendiéndolas a Juan y a otros jugadores en todo el mundo, así éstos
podían crear nuevas armas, munición y mejoras para sus vehículos a cambio de
unos pocos dólares.
-
¡Mamá, voy a preparar las maletas ahora
mismo, el viernes salgo para Taiwan!- gritó Juan al entrar en casa.
-
¿El viernes?, ¡si eso es pasado mañana!
-
Sí, ya lo sé me lo han dicho con muy
poca antelación, pero es que el programador que iba a ir se ha puesto de parto,
vamos él no, su mujer, y no puede ir a la feria de videojuegos y me han
propuesto ir.
-
¿Y has dicho que sí? – preguntó su madre
cómo lo hacía cuando tenía diez años.
-
A ver, Mamá, no me han dado muchas
opciones, como no tengo pareja y nunca me pido un día libre, han pensado que no
tengo motivos para decir que no. Y va a ser alucinante, voy a conectarme ahora
mismo con los chicos y voy a contárselo, no se lo van a creer…
-
No, no, mejor déjalo para más tarde que
luego te pones a jugar y no hay quien te saque de la habitación en toda la
tarde. Me tendrás que decir dónde vas exactamente, con quién, por cuánto
tiempo… ¡Juan!… - Su madre lo perseguía por toda la casa con la batería de
preguntas mientras él sólo pensaba en cómo se lo iba a decir a la pandilla.
Lamentablemente
no había podido meter en la maleta su disfraz de héroe mata-alienígenas
preferido, en los viajes de trabajo no estaba permitido hacer cosplay en la feria, y mucho menos si
iba a reunirse con posibles compradores y distribuidores de los videojuegos de
su empresa, tendría que ponerse el traje, con su correspondiente corbata y “comportarse como uno de los mejores
desarrolladores de videojuegos de la empresa y no como un friki disfrazado”,
eso es lo que le había recomendado su hermana y en el fondo Juan sabía que
tenía razón. Se tendría que conformar con tener un par de horas al día para visitar
la feria.
Taipei
era una ciudad muy grande, al estilo de las grandes capitales asiáticas, llenas
de luces, letreros, karaokes y pequeños puestos de comida en la calle, llenos
de sabores extraños y reconocibles a la vez. Juan estaba encantado y fuera de
lugar, acostumbrado a la invariable rutina en la que se había convertido su
vida, las ajetreadas calles de la capital taiwanesa eran un laberinto de caras,
sonidos y luces que le desconcertaban y atraían como una polilla a la luz. Y
sin embargo, sabía que estaba en el centro de unos de los países productores de
tecnologías más importante del mundo. Si quería mejorar en su trabajo y hacer
todo lo posible por que la empresa se expandiera también allí debería aprender
algo más de esas personas, intentar conocer sus motivaciones, lo que querían.
Conocer
a Li, fue una de las respuestas que se le pasó por la mente para acercarse a la
cultura y la mentalidad de los taiwaneses. Hasta ese momento no se lo planteó
seriamente, Li existía en el mundo virtual, estaba detrás de la pantalla del
ordenador, prácticamente a cualquier hora y en cualquier lugar en el que se
pudiera conectar a internet, pero traspasar a la dimensión física era otra
cosa. Durante el viaje en avión es posibilidad había pasado varias veces por su
cabeza, pero como una de esas ideas peregrinas que nunca llegan a
materializarse, como una pequeña idea y voluntad que tú mismo sabes que no vas
a cumplir. Pero allí, en ese preciso instante, rodeado de todo aquello tan
diferente a lo que conocía, la idea no era tan tonta y estaba al alcance de la
mano, sólo había que querer cogerla y decidió hacerlo.
A
decir verdad, nunca se había planteado cómo podía ser la vida de su amigo,
puede que hubiera podido imaginar la habitación desde la que se conectaba,
parecida a la suya, con algunas diferencias culturales, más arroz y menos pizza
en la mesa y poco más.
Cogió
un taxi y después de regatear el precio del trayecto, que a Juan le pareció
excesivo, llegó a la calle en la que vivía Li. Unos pisos antiguos de varias
plantas, todos iguales, tan poco iluminados en comparación con el centro de la
ciudad y tan silenciosos que Juan tenía la misma sensación que al salir de una
discoteca; en sus oídos aún podía percibir el sonido anterior y le costó
acostumbrarse a la poca luz. Buscó el portal de su amigo y tantas veces como
portales pasó, reconsideró el volver a su hotel y olvidarse para siempre de aquella
idea absurda. Cuando estaba a punto de darse la vuelta, vio el número cuarenta
y cinco encima de una puerta metálica. Entró sin dificultad, la puerta estaba
abierta y subió por las escaleras hasta el tercer piso. Con dos viviendas por
planta, tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de confundirse, ya que
los símbolos que estaban encima de las puertas, no eran reconocibles para Juan.
Al llegar, una de las puertas se abrió y salió un anciano con mala uva,
cerrando la puerta con prisa y mirándole con cara de pocos amigos, no tuvo
oportunidad de preguntar, directamente y con una extraña velocidad, bajó las
escaleras mirando hacia atrás. Juan no se atrevió a llamar a la puerta del
anciano, así que se decantó por la puerta de enfrente. Abrió la puerta un niño
de unos siete años, Juan balbuceó algunas palabras en inglés, que según estaban
saliendo de la boca, comprendió que el niño no iba a saber traducir, así que
dijo varias veces el nombre de su amigo. El niño le cogió la mano y lo
introdujo en la casa. Estaba muy oscura y apenas pudo distinguir a un grupo de
niños viendo la televisión, otros dos comiendo en una mesa y alguno más dormido
medio desnudo entre las sombras de un cuarto sin ventana, toda la casa tenía un
aspecto sucio, aunque no pudo precisar en qué. En la habitación restante estaba
una niña de apenas 13 años mirando una pantalla de ordenador, rodeada de un
sinfín de aparatos, pantallas, teclados y CPU que en esos momentos estaban
apagados.
Juan
se quedó boquiabierto con las chapuceras conexiones eléctricas que mantenían
todo aquello funcionando, no era capaz de comprender cómo no se había producido
un cortocircuito. El pequeño, que seguía sujetando la mano de Juan, empezó a
hablar con la adolescente, a la vez que le miraba repetidas veces. Juan miró a
la niña y le preguntó si hablaba inglés, ella asintió con la cabeza.
-
Estoy buscando a Li. ¿Sabes dónde está?-
preguntó.
-
Sí, está aquí. –respondió la niña con un
marcado acento oriental.
-
Ah, ¿Sí? ¿Dónde?, ¿Puedes decirle que
estoy aquí?
-
Yo soy Li.
-
No.- Juan creyó que la niña no le había
entendido bien, o que él no se había expresado con claridad-. Mira, aquí – sacó su smartphone y le mostró la
foto de perfil de Li en las redes sociales.
-
Sí, yo soy Li y tú eres Juan de España.
Mi amigo. Mira – con tocar dos teclas del pc le mostró a Juan el perfil de Li y
el historial de todas sus conversaciones.
-
No, no… no puede ser, si eres sólo una
niña.- Juan casi no podía articular palabra.
-
Lo siento, no quería mentir, pero si
digo quien soy en realidad nadie me compra la mercancía y necesito el dinero,
mis hermanos dependen de mí. Ellos también me ayudan, les estoy enseñando a
recoger.- La niña señaló el resto de ordenadores.
-
¿Me estás diciendo que vives aquí sola
con todos estos niños sin ningún adulto?
-
Yo ya soy mayor y mi madre viene los
domingos y nos trae comida y dulces, trabaja mucho y no tiene tiempo. – Li había
cambiado el tono de voz, dejó de ser un sonido dulce de niña a ser un sonido
cortante, seco. Juan no se atrevió a preguntar por el padre, él ya sabía la
respuesta a esa pregunta sin formular.
Juan
se quedó en blanco, había esperado encontrarse a su amigo, darse un incómodo e
inesperado abrazo de colegas y hablar como lo hacían siempre, de ordenadores,
juegos y de tonterías. Aquella niña parecía irreal, sólo iluminada por el
reflejo azulado de la pantalla de ordenador. Casi sin darse cuenta, miró el
reloj y dijo rápidamente que tenía que irse, quería salir de allí y volver a la
realidad; a su realidad, en la que Li no era una niñata de trece años llena de
pecas al cargo de un montón de niños que subsistía gracias a los caprichos de
gente como él.
Bajó
las escaleras deprisa, con un sudor frío que le recorría la espalda. Quería
llegar a casa, a su “guarida”, su lugar seguro en el mundo, en el que siempre
tenía un arma para matar a los alienígenas que penetraban en ella a través de
una pantalla. Al llegar al hotel encendió su consola, que había conseguido
cargar en la maleta, y comenzó a jugar, sin embargo se cansó muy pronto, nunca
le había pasado antes. Matar alienígenas no le resultó tan divertido y dejó la
partida a medias, mientas los disparos de los seres extraños le iban restando
puntos a la línea de vida. ¿Quién era?, ¿Un
loco de los videojuegos que era capaz de explotar a un grupo de niños al otro
lado del mundo sólo para conseguir un arma virtual a cambio de unos dólares?
Le faltaba el aire, salió corriendo de la habitación por aquel pasillo tan
largo lleno de puertas que pasaban borrosas a ambos lados. Hacía años que no
corría tan deprisa, ni durante tanto tiempo, pero no podía parar, si paraba
tendría que pensar y eso era lo que había estado evitando desde que tenía diez
años y su madre le puso en las manos aquel juego de piezas.
A
la mañana siguiente Juan se marchó a la feria, donde compró un gran número de
cables, regletas y accesorios. A media tarde, cuando cerró el stand, volvió a
coger un taxi y fue a ver a Li.
La
calle no era tan fea de día, y los edificios habían recuperado un poco de
juventud a la luz del sol. En la puerta se encontró con el anciano de la noche
anterior que le miraba con la misma cara de pocos amigos, aunque estaba
bastante entretenido tallando unas
piezas de madera. Llamó al timbre y de nuevo abrió el pequeño, esta vez no
esperó a que dijera nada, lo dejó entrar. Ya no había niños viendo la
televisión sin embargo, ahora sí pudo identificar la suciedad que el día
anterior no había visto, era polvo en suspensión, estaba envuelta en una niebla
de polvo fina, que se metía en la nariz. Los demás estaban pegados a las
pantallas de ordenador, sacudiendo árboles virtuales o utilizando un tamiz para
sacar oro del río, al estilo del viejo oeste. Li, con unos auriculares y un
micrófono incorporado hablaba en un rapidísimo taiwanés, que Juan no consiguió
descifrar. Al cabo de unos minutos, le miró a los ojos y le preguntó que si ya
se le había pasado el miedo. Juan no le contestó, sólo le dijo que venía a
reponerle los cables y hacer unas conexiones decentes. Al principio Li no
quería que sus hermanos pararan de recolectar, pero cedió, pues sabía que la
instalación era un desastre. Juan tardó más de lo esperado mientras recolocó,
cambió y mejoró la posición de los cables, explicándole a Li, cómo tenía que
hacerlo. Era una chica lista, al fin y al cabo había montado ella solita todo
aquella “oficina recolectora”. Decidió no hacer más preguntas.
-
¿Vas a volver?- Preguntó Li cuando
conectaron el último pc.
-
No, mañana vuelvo a España. – contestó
Juan- Aunque no sé si vendré a la feria del próximo año.
-
¿Y vamos a chatear?
-
Sí, pero creo que no volveré a comprarte
más fruta.
-
¿Por qué?, si eres uno de mis mejores
clientes. Mis hermanos están bien, recogen fruta y madera porque quieren, les
gusta mucho jugar.
-
Li, no te preocupes, seguiré enviándote
el mismo dinero, pero no voy a comprar más.
-
Bueno, tú verás, pero así no vas a
llegar al nivel ochenta y uno ni en un año.- Dijo muy seria.
-
Sí, tienes razón. - Juan echó a reír sin
control, le parecío que era la primera vez que reía verdaderamente y Li se
contagió de su risa escandalosa.
Cuando
salió del portal le dijo al anciano que quería comprarle unas de sus tallas, el
anciano le miró y le dijo que eran cinco dólares, Juan le pagó diez y se marchó
dejando al viejo con una sonrisa en la boca.
En
la terminal de aeropuerto, su madre esperaba en la zona de llegadas, apostada
detrás de una valla delante de una puerta automática opaca que, como en los
programas de televisión, no dejaba ver quién estaba detrás hasta que no se
abría completamente. Juan vestía el traje chaqueta que le había comprado su
madre y tenía en la mano derecha un sencillo ramo de flores, que perdió la
mitad de los pétalos en cuanto Juan y su madre se fundieron en un abrazo.
Su
madre le miró fijamente en el taxi y le rodeó la cara con sus largas manos:
-
¿Estás bien, hijo?
-
Sí, mamá. – Juan le cogió las manos y
las puso en su regazo.- Vamos a hablar de papá.