sábado, 21 de febrero de 2015

LA VIDA ES UN JUEGO

Aquí os dejo el relato que escribí para el XIV Certamen Cultural Ibérico de Cáceres. Me otorgaron una mención de honor en la categoría de Relato Corto para mayores de 18 años. Espero que os guste.

Si queréis más información del Certamen, ganadores, categorías y demás podéis visitar este enlace:

La vida es un juego

-          Eh, Luis, ¿has probado la última actualización del juego?, es increíble… Sí, sí y las nuevas armas, ¿has probado la semiautomática?, creí que ya no se podía disparar más rápido, pero con esta he matado a diez aliens con un solo cargador, ¡alucinante!

Juan siguió hablando del nuevo juego casi veinte minutos más, compartió con su amigo los trucos más recientes y se retaron: ganaría el que más puntos obtuviera durante las siguientes cuatro horas. Y así pasó la tarde del sábado, inmerso en un mundo virtual, robando coches, matando a cientos de soldados, viendo cómo las salpicaduras de sangre digital manchaban la cámara.
Aún recordaba el primer juego que tuvo: el tetris, la música rusa, las piezas de colores bajando cada vez más deprisa. Mientras que sus hermanas jugaban en el patio, él se quedaba en casa, colocando piezas. – Mamá – dijo un día – este es el mejor regalo que me han hecho nunca. Su madre sonrió, no más jerséis, ni coches, ni la sorpesa al descubrir que su hijo había abandonado el juguete recién comprado en lo más profundo del armario para no volver a verlo más, había quedado claro que su padre era el experto en regalos. Al poco tiempo comenzó a pensar si había sido una buena idea al ver que su hijo sólo deseaba llegar a casa y ponerse delante de la maquinita. Al principio que fuera portátil fue una ventaja, después de cenar estaban todos juntos en el salón, al menos de forma corpórea, porque la mente de Juan seguía concentrada en colocar las piezas en un lugar adecuado, dejando huecos y esperando la pieza más larga para que al encajarla consiguiera una puntuación mayor. A la máquina del tetris, le siguieron otras, como la Nintendo, en la que podía cambiar de juego cuando quisiera. Mario Bros, Streer Fighter… prácticamente, pasó su adolescencia detrás de su madre convenciéndola para que le comprara la nueva consola o el último juego. Ella se resistía lo que podía, pero siempre por su cumpleaños volvía a ceder, siempre con la promesa de que se moderaría en el juego y no se quejaría cuando le impusiera restricciones, como jugar sólo ocho horas los fines de semana. Juan siempre accedía pero cuando su madre apagaba la última luz de la casa, después de quedarse unos minutos dormida en el salón a la luz del televisor, él encendía la consola y jugaba durante horas, la única pega que podía ponerle a aquello es que los juegos sin sonido eran mucho más aburridos.

Una vez que la moda de las consolas pasó, llegó la de los ordenadores, y ahí fue cuando Juan encontró su vocación, programó un sencillo juego en apenas una semana y al mes era el más popular entre sus amigos. Así que cuando le contrataron en la empresa para ser desarrollador de videojuegos, su madre pensó que era lo único a lo que su hijo se había entregado en cuerpo y alma, al menos podría sacar algún beneficio de esa obsesión.
La madre de Juan veía la rutina de su hijo como un círculo del que nunca salía: iba a trabajar, después de ocho horas delante de una pantalla, llegaba a casa. Comían en la mesa de la cocina junto a un gran ventanal por el que entraba una luz muy agradable en invierno, este era el lugar preferido de Juan después de su habitación, en la que se encerraba tras comer, de nuevo frente a la pantalla del ordenador. El círculo se rompía de vez en cuando y algunos sábados por la noche Juan iba al cine, de nuevo a ponerse delante de una pantalla, gigante, pero una pantalla al fin y al cabo. Su madre le daba un beso al despedirse y siempre le decía “Diviértete”.

Las horas libres de Juan se pasaban entre su grupo de amigos virtuales con los que quedaba para jugar. El comando mata-alienígena siempre estaba dispuesto a emprender una nueva misión, siempre que nada la interrumpiera. Estaba formado por cuatro chicos: tres españoles y un estadounidense que tenía un acento muy sureño. También entraban en chats, donde conocían a chicas con las que tenía alguna conversación sexual, en que las insinuaciones veladas y los coqueteos eran normales. Juan estaba colgado de una de ellas, pero nunca lo hubiera confesado, ni siquiera a la patrulla de mata-alienígenas. Sin embargo, su madre intentaba con escaso éxito presentarle a las hijas de sus compañeros de trabajo, apuntarle a algún curso interesante alejado del ordenador o convencerle para que saliera de la habitación cuando sus hermanas venían de visita.
Juan solo tenía un verdadero amigo, al que le contaba todo y con el que hablaba habitualmente  se llamaba Li, era taiwanés y era su proveedor oficial de materias primas virtuales. Li trabajaba doce horas al día recogiendo leña, oro del río o fruta de los árboles en el mismo juego en el que Juan mataba alienígenas. Li hacía el trabajo sucio, conseguía materias primas en el mundo virtual que luego canjeaba por dinero real vendiéndolas a Juan y a otros jugadores en todo el mundo, así éstos podían crear nuevas armas, munición y mejoras para sus vehículos a cambio de unos pocos dólares.



-          ¡Mamá, voy a preparar las maletas ahora mismo, el viernes salgo para Taiwan!- gritó Juan al entrar en casa.
-          ¿El viernes?, ¡si eso es pasado mañana!
-          Sí, ya lo sé me lo han dicho con muy poca antelación, pero es que el programador que iba a ir se ha puesto de parto, vamos él no, su mujer, y no puede ir a la feria de videojuegos y me han propuesto ir.
-          ¿Y has dicho que sí? – preguntó su madre cómo lo hacía cuando tenía diez años.
-          A ver, Mamá, no me han dado muchas opciones, como no tengo pareja y nunca me pido un día libre, han pensado que no tengo motivos para decir que no. Y va a ser alucinante, voy a conectarme ahora mismo con los chicos y voy a contárselo, no se lo van a creer…
-          No, no, mejor déjalo para más tarde que luego te pones a jugar y no hay quien te saque de la habitación en toda la tarde. Me tendrás que decir dónde vas exactamente, con quién, por cuánto tiempo… ¡Juan!… - Su madre lo perseguía por toda la casa con la batería de preguntas mientras él sólo pensaba en cómo se lo iba a decir a la pandilla.

Lamentablemente no había podido meter en la maleta su disfraz de héroe mata-alienígenas preferido, en los viajes de trabajo no estaba permitido hacer cosplay en la feria, y mucho menos si iba a reunirse con posibles compradores y distribuidores de los videojuegos de su empresa, tendría que ponerse el traje, con su correspondiente corbata y “comportarse como uno de los mejores desarrolladores de videojuegos de la empresa y no como un friki disfrazado”, eso es lo que le había recomendado su hermana y en el fondo Juan sabía que tenía razón. Se tendría que conformar con tener un par de horas al día para visitar la feria.

Taipei era una ciudad muy grande, al estilo de las grandes capitales asiáticas, llenas de luces, letreros, karaokes y pequeños puestos de comida en la calle, llenos de sabores extraños y reconocibles a la vez. Juan estaba encantado y fuera de lugar, acostumbrado a la invariable rutina en la que se había convertido su vida, las ajetreadas calles de la capital taiwanesa eran un laberinto de caras, sonidos y luces que le desconcertaban y atraían como una polilla a la luz. Y sin embargo, sabía que estaba en el centro de unos de los países productores de tecnologías más importante del mundo. Si quería mejorar en su trabajo y hacer todo lo posible por que la empresa se expandiera también allí debería aprender algo más de esas personas, intentar conocer sus motivaciones, lo que querían.
Conocer a Li, fue una de las respuestas que se le pasó por la mente para acercarse a la cultura y la mentalidad de los taiwaneses. Hasta ese momento no se lo planteó seriamente, Li existía en el mundo virtual, estaba detrás de la pantalla del ordenador, prácticamente a cualquier hora y en cualquier lugar en el que se pudiera conectar a internet, pero traspasar a la dimensión física era otra cosa. Durante el viaje en avión es posibilidad había pasado varias veces por su cabeza, pero como una de esas ideas peregrinas que nunca llegan a materializarse, como una pequeña idea y voluntad que tú mismo sabes que no vas a cumplir. Pero allí, en ese preciso instante, rodeado de todo aquello tan diferente a lo que conocía, la idea no era tan tonta y estaba al alcance de la mano, sólo había que querer cogerla y decidió hacerlo.
A decir verdad, nunca se había planteado cómo podía ser la vida de su amigo, puede que hubiera podido imaginar la habitación desde la que se conectaba, parecida a la suya, con algunas diferencias culturales, más arroz y menos pizza en la mesa y poco más.
Cogió un taxi y después de regatear el precio del trayecto, que a Juan le pareció excesivo, llegó a la calle en la que vivía Li. Unos pisos antiguos de varias plantas, todos iguales, tan poco iluminados en comparación con el centro de la ciudad y tan silenciosos que Juan tenía la misma sensación que al salir de una discoteca; en sus oídos aún podía percibir el sonido anterior y le costó acostumbrarse a la poca luz. Buscó el portal de su amigo y tantas veces como portales pasó, reconsideró el volver a su hotel y olvidarse para siempre de aquella idea absurda. Cuando estaba a punto de darse la vuelta, vio el número cuarenta y cinco encima de una puerta metálica. Entró sin dificultad, la puerta estaba abierta y subió por las escaleras hasta el tercer piso. Con dos viviendas por planta, tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de confundirse, ya que los símbolos que estaban encima de las puertas, no eran reconocibles para Juan. Al llegar, una de las puertas se abrió y salió un anciano con mala uva, cerrando la puerta con prisa y mirándole con cara de pocos amigos, no tuvo oportunidad de preguntar, directamente y con una extraña velocidad, bajó las escaleras mirando hacia atrás. Juan no se atrevió a llamar a la puerta del anciano, así que se decantó por la puerta de enfrente. Abrió la puerta un niño de unos siete años, Juan balbuceó algunas palabras en inglés, que según estaban saliendo de la boca, comprendió que el niño no iba a saber traducir, así que dijo varias veces el nombre de su amigo. El niño le cogió la mano y lo introdujo en la casa. Estaba muy oscura y apenas pudo distinguir a un grupo de niños viendo la televisión, otros dos comiendo en una mesa y alguno más dormido medio desnudo entre las sombras de un cuarto sin ventana, toda la casa tenía un aspecto sucio, aunque no pudo precisar en qué. En la habitación restante estaba una niña de apenas 13 años mirando una pantalla de ordenador, rodeada de un sinfín de aparatos, pantallas, teclados y CPU que en esos momentos estaban apagados.
Juan se quedó boquiabierto con las chapuceras conexiones eléctricas que mantenían todo aquello funcionando, no era capaz de comprender cómo no se había producido un cortocircuito. El pequeño, que seguía sujetando la mano de Juan, empezó a hablar con la adolescente, a la vez que le miraba repetidas veces. Juan miró a la niña y le preguntó si hablaba inglés, ella asintió con la cabeza.
-          Estoy buscando a Li. ¿Sabes dónde está?- preguntó.
-          Sí, está aquí. –respondió la niña con un marcado acento oriental.
-          Ah, ¿Sí? ¿Dónde?, ¿Puedes decirle que estoy aquí?
-          Yo soy Li.
-          No.- Juan creyó que la niña no le había entendido bien, o que él no se había expresado con claridad-.  Mira, aquí – sacó su smartphone y le mostró la foto de perfil de Li en las redes sociales.
-          Sí, yo soy Li y tú eres Juan de España. Mi amigo. Mira – con tocar dos teclas del pc le mostró a Juan el perfil de Li y el historial de todas sus conversaciones.
-          No, no… no puede ser, si eres sólo una niña.- Juan casi no podía articular palabra.
-          Lo siento, no quería mentir, pero si digo quien soy en realidad nadie me compra la mercancía y necesito el dinero, mis hermanos dependen de mí. Ellos también me ayudan, les estoy enseñando a recoger.- La niña señaló el resto de ordenadores.
-          ¿Me estás diciendo que vives aquí sola con todos estos niños sin ningún adulto?
-          Yo ya soy mayor y mi madre viene los domingos y nos trae comida y dulces, trabaja mucho y no tiene tiempo. – Li había cambiado el tono de voz, dejó de ser un sonido dulce de niña a ser un sonido cortante, seco. Juan no se atrevió a preguntar por el padre, él ya sabía la respuesta a esa pregunta sin formular.

Juan se quedó en blanco, había esperado encontrarse a su amigo, darse un incómodo e inesperado abrazo de colegas y hablar como lo hacían siempre, de ordenadores, juegos y de tonterías. Aquella niña parecía irreal, sólo iluminada por el reflejo azulado de la pantalla de ordenador. Casi sin darse cuenta, miró el reloj y dijo rápidamente que tenía que irse, quería salir de allí y volver a la realidad; a su realidad, en la que Li no era una niñata de trece años llena de pecas al cargo de un montón de niños que subsistía gracias a los caprichos de gente como él.
Bajó las escaleras deprisa, con un sudor frío que le recorría la espalda. Quería llegar a casa, a su “guarida”, su lugar seguro en el mundo, en el que siempre tenía un arma para matar a los alienígenas que penetraban en ella a través de una pantalla. Al llegar al hotel encendió su consola, que había conseguido cargar en la maleta, y comenzó a jugar, sin embargo se cansó muy pronto, nunca le había pasado antes. Matar alienígenas no le resultó tan divertido y dejó la partida a medias, mientas los disparos de los seres extraños le iban restando puntos a la línea de vida. ¿Quién era?, ¿Un loco de los videojuegos que era capaz de explotar a un grupo de niños al otro lado del mundo sólo para conseguir un arma virtual a cambio de unos dólares? Le faltaba el aire, salió corriendo de la habitación por aquel pasillo tan largo lleno de puertas que pasaban borrosas a ambos lados. Hacía años que no corría tan deprisa, ni durante tanto tiempo, pero no podía parar, si paraba tendría que pensar y eso era lo que había estado evitando desde que tenía diez años y su madre le puso en las manos aquel juego de piezas.

A la mañana siguiente Juan se marchó a la feria, donde compró un gran número de cables, regletas y accesorios. A media tarde, cuando cerró el stand, volvió a coger un taxi y fue a ver a Li.
La calle no era tan fea de día, y los edificios habían recuperado un poco de juventud a la luz del sol. En la puerta se encontró con el anciano de la noche anterior que le miraba con la misma cara de pocos amigos, aunque estaba bastante entretenido tallando unas piezas de madera. Llamó al timbre y de nuevo abrió el pequeño, esta vez no esperó a que dijera nada, lo dejó entrar. Ya no había niños viendo la televisión sin embargo, ahora sí pudo identificar la suciedad que el día anterior no había visto, era polvo en suspensión, estaba envuelta en una niebla de polvo fina, que se metía en la nariz. Los demás estaban pegados a las pantallas de ordenador, sacudiendo árboles virtuales o utilizando un tamiz para sacar oro del río, al estilo del viejo oeste. Li, con unos auriculares y un micrófono incorporado hablaba en un rapidísimo taiwanés, que Juan no consiguió descifrar. Al cabo de unos minutos, le miró a los ojos y le preguntó que si ya se le había pasado el miedo. Juan no le contestó, sólo le dijo que venía a reponerle los cables y hacer unas conexiones decentes. Al principio Li no quería que sus hermanos pararan de recolectar, pero cedió, pues sabía que la instalación era un desastre. Juan tardó más de lo esperado mientras recolocó, cambió y mejoró la posición de los cables, explicándole a Li, cómo tenía que hacerlo. Era una chica lista, al fin y al cabo había montado ella solita todo aquella “oficina recolectora”. Decidió no hacer más preguntas.
-          ¿Vas a volver?- Preguntó Li cuando conectaron el último pc.
-          No, mañana vuelvo a España. – contestó Juan- Aunque no sé si vendré a la feria del próximo año.
-          ¿Y vamos a chatear?
-          Sí, pero creo que no volveré a comprarte más fruta.
-          ¿Por qué?, si eres uno de mis mejores clientes. Mis hermanos están bien, recogen fruta y madera porque quieren, les gusta mucho jugar.
-          Li, no te preocupes, seguiré enviándote el mismo dinero, pero no voy a comprar más.
-          Bueno, tú verás, pero así no vas a llegar al nivel ochenta y uno ni en un año.- Dijo muy seria.
-          Sí, tienes razón. - Juan echó a reír sin control, le parecío que era la primera vez que reía verdaderamente y Li se contagió de su risa escandalosa.
Cuando salió del portal le dijo al anciano que quería comprarle unas de sus tallas, el anciano le miró y le dijo que eran cinco dólares, Juan le pagó diez y se marchó dejando al viejo con una sonrisa en la boca. 

En la terminal de aeropuerto, su madre esperaba en la zona de llegadas, apostada detrás de una valla delante de una puerta automática opaca que, como en los programas de televisión, no dejaba ver quién estaba detrás hasta que no se abría completamente. Juan vestía el traje chaqueta que le había comprado su madre y tenía en la mano derecha un sencillo ramo de flores, que perdió la mitad de los pétalos en cuanto Juan y su madre se fundieron en un abrazo.
Su madre le miró fijamente en el taxi y le rodeó la cara con sus largas manos:
-          ¿Estás bien, hijo?
-          Sí, mamá. – Juan le cogió las manos y las puso en su regazo.- Vamos a hablar de papá.